lunes, 2 de diciembre de 2013

El hombre que se bebía todas las cervezas de los bares / Armando Arteaga

El hombre que se bebía todas las cervezas de los bares / 
Armando Arteaga




Pilsen no solo era un plúmbico novelista sino también un excelente bebedor de cerveza.
Se levanta desde muy temprano a joder.  Se le siente desde su cuarto del hotel Europa que da frente a la ventana de mi cuarto y pasa horas de horas dándole suavemente, al traqueteo de la máquina de escribir.
Así es todos los días hasta las tres de la tarde en que descansa para almorzar y se marcha al bar a beber cerveza. Empieza sentándose en la última  mesa del Tívoli.  Bebe solo y pausadamente su cerveza.  Mira la calle melancólicamente, termina una a una cada botella y juega delicadamente con el vaso de bohemia y letras como apostando  la vida. Nada le entusiasma, solo el paso de las mujeres. Desde esa caja de cristal que es el Tívoli alarga el cuello como ganso cada vez que aparece en el encuadre de la calle algo que le entusiasme. Una mujer, otra mujer, otra mujer.  Así son los días de Pilsen mientras escribe echando humo con la pipa, tabaco Amphora, sabe diantre pensando en qué país exótico, y que después describirá en sus novelas farragosas, plúmbeas, arrogantes e ingenuas, páginas tras páginas.
La otra noche, con la curiosidad de periodista que tengo desde los veinte años y con la experiencia de haber trotado gran tiempo por varias redacciones de periódicos diversos y en diversas partes de este globe trotter, mejor dicho. con el arte del enamoramiento, he tratado de convencer a Pilsen cada vez que miraba hacia la calle y aparecía por allí en un gran plano una Hayworth magnífica, de que la vida es perpetua, la vida vale, so cabrón.
Pilsen amable ha respondido a mi llamado de atención con una sonrisa y alzándole mi vaso de cerveza desde mi mesa, he festejado cada buen acontecimiento de la calle, tratando de ignorar que el tiempo pasa cruelmente y que soy lector anónimo de las novelas  de este escritor misógino, que estudia a las mujeres que pasan por el cinema de La Colmena en cada detalle que ya podría uno imaginarlo como un pintor de La Neuve Renaissance.
Pero cómo es que Pilsen, iritis, que se entusiasma tanto por la belleza de la mujer peruana y escribe ahora una novela sobre el Perú es un ser desdichado y solitario.  No era  lógico que este novelista de enorme audiencia que siempre termina una novela en: “Oh, muchachos, todo es una fiesta”, y que escribe con minuciosidad y regodeo de hipopótamo, ande en penumbras.  Lo he comprobado la otra noche en que en un inglés casi inadvertido para mí, me ha hablado de su barrio de Clerkenwell, del padre bretoniano asesinado por los nazis, del final de su último bestseller en el que un agente de la F.B.I. termina encontrándose en una isla solitaria a una muchacha sola y desnuda pintada en oro, me ha dicho además que siempre se ha sentido desdichado y desolado, que lo único que le interesa en esta vida es escribir, y que de no existir la literatura y el periodismo, ya se habría suicidado.
Pilsen es una persona destructiva, se mete al cuerpo todo lo que puede, cualquier droga: cocaína, hashich, opio. No es sólo la droga lo que aniquila a Pilsen, iritis, vive ‑discretamente‑ en  el martirio de San Sebastián.   No sé por qué, pero Pilsen, ha entendido que soy lo suficientemente desinhibido y sincero como para allí nomás lanzarme el amistosamente ¿Me entiendes?, que soy amplio y el primer lorcho que ha descubierto en esta ciudad desbordada, ritual y esquizofrénica, que puede comprender sin dejar de ser machista culturalmente, iritis, su problema de homosexualidad, que lo carcome en las noches, pues en la claridad del día , sólo vive para escribir, y a lo mejor para  atormentar a sus despistados lectores.
Inútil, todo gesto vacuo, aunque en el vals tengo el orgullo de ser peruano, un gato negro cruza la calle, y soy feliz, menchica, en el Newsweek viene la mala noticia, de haber nacido en esta hermosa tierra del sol, joder con este gringo novelista, donde el indómito Inca, fumo un Inka, fumo un Camel. prefiriendo morir, puta madre, qué pendejo, colgarse de una soga, sin escribir una palabra, ni un adiós a las armas, debe ser cojonudo, gringo, porque aquí en el Newsweek, la sangre chorrea en la fotografía de la primera plana, en la novela de la vida, legó a mi raza, loquete y escritor, la gran herencia de su valor, hasta siempre, gringo viejo, perulero, borrachón.

Harto de la vida, huevón, sin  happy‑end.


Del libro: "Cuentos de cortometraje" (2002)