miércoles, 4 de marzo de 2009

EL DESQUITE/ UN CUENTO DE ARMANDO ARTEAGA

EL DESQUITE

Por Armando Arteaga

  Castilla-Piura.

Una calurosa tarde de febrero por el camino arenoso del Angolo llegó un hombre que parecía venía a pie de un viaje de muy lejos, flaco y jamelgo, lento y famélico, casi cadavérico, ingresó por la calle principal del pueblo de Mallares. Traía toda la ropa raída y muy gastados los botines, su recua mula que arrastraba pesadamente todo su equipaje se paró automáticamente frente a las mismas tres tiendas conglomeradas del caserío: la botica La Salud, la bodega Rico y el bar El Averno.


Luego de comprar una opaca botella de elixer paregórico, el hombre se frotaba sobre sus brazos y hombros, la cara y las manos, el famoso liquen, para repeler algún mosquito palúdico de la zona. Hasta que se desplomó sobre un pertuberante montículo de arena arrecostado al último soportal de la puerta de El Averno. Allí durmió haciendo un ovillo de cualquier cosa hasta el día siguiente que el inperturbable sol de las doce lo despertó.

El forastero se hizo amigo de todos los notables del pueblo. Pronto se instaló en una mesa adjunta de El Averno que estaba entre la calle y la baranda solera de la casa. Juan Matías como decía que se llamaba en verdad, tocaba la guitarra en notas disonantes, pero a la vez destempladas inquietando a los vecinos, no faltando uno que, después de tres noches de valses criollos que el forastero entonaba en su propia fiesta interior, se instaló en la otra mesa, al costado, de aquel apiñado bar natural que alborotaba a la gente de tanto calor, salvo la fragancia de los ciruelos que venían desde el fondo del jardín de la casa, y la caña o la chicha, que era el mejor dispendio de estos lares.

Félix Ochoa, nunca se había olvidado del rostro de aquel insólito hombre que hoy nuevamente aparecía por las inmediaciones de la hacienda Sojo, para nada, era el mismo rostro, cobrizo y achinado, con las cerdas negras de bigotes que ostentaba, insistente y predominante, el rostro grasiento y la sonrisa con el particular diente de oro y brillante que irradiaba cuando le daba un sorbo a la chicha o escupía el ardor del último cañazo que devoraba todas las intensiones puras del ambiente.

Para Félix Ochoa, era el mismo maldito que lo dejó en la orfandad hace ya más de veintitrés años cuando vio como un hombre malo venido, ¿de sabe diantre qué entrañas?, o de las serranías de Frías, por Pocúas, lo dejó huérfano, solo en el mundo, rodando por el mundanal ruido, sin poder parar la rueda, viviendo en la inclemencia, y sin nada que le devuelva la alegia de entonces cuando era niño, allá en Serrán, en su natal pueblo La Qemazón.

Juan Matías ni se percató de la presencia de algún peligro, esa tercera noche de jarana, al contrario de las dos anteriores noches de vela, lució sus mejores ropas y sortijas, y se entregó por entero al lamento de la guitarra, al despertar de esos desconcertantes valses piuranos que lo ponían melancólico y taciturno, y como no dejó de pensar la bella Doña Eduviguenes, la pespita mujer que servía a los comensales y parroquianos de El Averno:
...tenía el forastero unos ojos de loco, arrechos, que parecían no miraban hembra desde hace siglos...

-“No la va a ver nunca más” –pensó para sus adentros Félix Ochoa-, mientras acariciaba el brillo metálico y navajero de su garantizado*, un puñal certero, una sombra veraz, que le quitaba la vida y el sueño al más perspicaz ciudadano, y mirando con cierta ternura, con cierta venganza, le suplicó a Doña Eduviguenes: la décima cuarta copa de cañazo, es un buen número para empezar algo nuevo.
-Sírvale otra copa a mi nombre- pidió el forastero, que yo invito y pongo la música, para que nos entusiasmemos.

Fue una buena oportunidad para Don Félix, el desagravio.

-No vas a invitarme nada, desgraciaooo - exclamó con ojos endiablados Don Félix-, metiéndole con todo el certero y garantizado: filo de la hoja del metal, fríamente, toscamente, la sangre brotó,...y ya no te acuerdas, hijo de puta, cuando mataste a mi taita, y lo dejaste sin muger, largándote con mi madrasta, so forajido, perdiéndote en huida por la faldas de cerro Oyotún, aquel día, aquella tarde.

-So infeliz, mataste a mi padre, perro, y no te voy a perdonar, nunca. Mejor dicho: es la venganza del hijo, so hijo de mala madre.

Subida a Aypate: Ayabaca.

*Puñal que usan los campesinos del Alto Piura.

Fotos: Armando Arteaga.

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