miércoles, 18 de marzo de 2009

LA PRIMAVERA EXCERTA DE GUILLERMO CHIRINOS CUNEO/ ARMANDO ARTEAGA

LA PRIMAVERA EXCERTA DE GUILLERMO CHIRINOS CUNEO
POR ARMANDO ARTEAGA


Carátula del libro "Idiota del Apocalipsis" de Guillermo Chirinos Cuneo

I: INTROITO

Era otoño, neblina... Se fue en primavera excerta de imágenes el poeta Guillermo Chirinos Cuneo por esa calle absorta y sin limites del brumoso invierno limeño, veredas albeadas y escaleras abocetadas, un fondo azul marino: para adornar el tiempo, una gaviota triste, y un perro aullaba sobre el oleaje añoso del póstumo muelle, en ese septiembre del noventainueve, un abecé sonoro vuelve en música de albogue sobre las rocas.

Guillermo Chirinos Cuneo: gran poeta de la Generación del 60.
II: MIRADA ANACREÓNTICA

No sé cómo es qué empecé a saber -a ciencia cierta- acerca de la vida taciturna de aquel muchacho de La Punta, varios años mayor que yo, que caminaba con la aparente pedantería de alguien que sufre de miodinia (muy de moda en el caminar para los vándalos adolescentes -de aquella época- que pululaban en los Portales de la Pza. Sn. Martín), y que también era un ser vernal, marginal, algo amadamado, y vislumbre de gran poeta: Guillermo Chirinos Cuneo. Muchacho que siempre andaba solo, azul, y triste.

Guillermo Chirinos Cuneo, o “Cuneo”, como le llamaban algunos, era parte de esa patotada limeña (¡La muchachada peruana avanza, se eleva y triunfa! era el slogan que usaba la señora Nelly Mendivil Castro desde su programa “La nueva ola peruana” desde la torre-cabina de Radio Miraflores), y que en ese último verano fabuloso de la década del sesenta, la pasamos oyentes: los badulaques -de entonces- escuchando en las radios de moda a Charles Brown, a John Lennon, y a Ringo Star. (¿Quién no llevaba ese verano un radio portátil en la mano como ahora un celular?). Era un muchacho raro, un ser muy especial, de tez blanca, nariz aguileña, ojos pardos, cejas pobladas, una frente muy amplía, y siempre bien peinado, bello y algo frusco: por su hábil manía de prosternarse a la incomunicación con las demás personas cercanas sino le interesaban los temas sobre lo que se conversaba, o al revés, se transformaba en un caso contrario, lleno de una hiperestesia existencial para plantear las cosas aparentemente más descabelladas, y de un semblante medio autista, que profetizaba cierto raro misterio, y que solía pasar con las manos metidas en los bolsillos de sus anchos pantalones azules y oscuros, en guayaberas blancas o cremas, listo para “espantar burgueses”, y muy elegante en un cansino caminar sobres sus mocasines marrones o guindas, que eran en él un recordado leid-motiv de su imagen. Llamaba mucho la atención su desafiante, pero tiernísima mirada, con la que saludaba a mi amiga Brunella. No sé exactamente, ¿Quiénes me lo presentaron, por primera vez?. No lo recuerdo: ¿O Tony Vásquez, o el flaco Podestá, o el viejo trosko Napuri?. ¿Imposible recordarlo ahora, o saberlo entonces, parece haber pasado tanto tiempo?. ¿O, vino una tarde cualquiera a sentarse a mi mesa del Versalles acompañando con su hermano Pepe “El Gordo” Chirinos?. Me dijo que era poeta, hablo de Rimbaud y de Martín Adán (un viejo poeta del Perú, haciendo referencia a Ginsberg, esa tarde llevaba entre sus manos el N- 4 de la revista Haravec). Recuerdo –exactamente- este episodio porque en aquel verano de 1969, me ocurrieron varias cosas extraordinarias: ingresé a la universidad, empecé a fumar Lucy Strike, y me le declaré a Brunella. Frecuenté mucho, ese verano, las calles de La Punta, y meditaba sobre el futuro de la vida, la felicidad, o la muerte total de las cosas, y conversaba sobre las bellas tardes crepusculares del Malecón Figueredo. Del resultado de esa experiencia juvenil, del abandono existencial y el ocio creativo, escribí aquel poema “Botes pescadores a la puesta de sol” (II) en mi libro “Terra Ígnea”. Leí mucho también, ese verano, descubrí a los crepusculares, a Marinetti, a los herméticos italianos: a Ungaretti, a Saba, a Pavese, a Móntale.

Brunella era una pecosa extraordinaria, ágil para nadar y sortear mil peripecias sobre los cantos rodados de la playa de Cantolao, de cabellos castaños, hija de esos emigrantes italianos que pululaban por las calles de Chucuito y La Punta. Tenía su padre una tiendecita casi al final de la Grau (una cuadra antes de llegar al Malecón Pardo), en un ambiente muy movido donde cualquiera podría degustar de un buen sándwich de jamón del país, de unas pastas divinas, o de unos inconfundibles helados de vainilla. Yo no iba tanto por el gusto de esas delicias que ofrecía Don Guiseppe Durbiano, el padre de Brunella, sino solo para mirar los ojos celestes de Brunella, esa madonna que me quitaba el sueño para siempre. Don Guiseppe, el padre de Brunella, era un italiano bonachón, y yo le caía bien, estaba segurísimo de eso, sino por andar fastidiando a su hija, hace rato que ya me hubiera metido bala. Fumaba tabaco en pipa, y siempre andaba con una boina azul marino de pintor, le entraba a la lectura, era un hombre muy culto, me buscaba la conversación, y hasta heredé de él las obras completas -en dos volúmenes- de la poesía de Leopardi, por supuesto en italiano, en una edición de 1900 (Opere di Giacomo Leopardi, edizione accresciuta, ordinata e corretta; secondo l´ultimo intendimento dell´autore da Antonio Raniere, Firenze, Felice Le Monnier, Editore).

Como Brunela me aceptó, y empezó a trabajar de aeromoza en Air France, la recogía o me acompañaba, o nos veíamos, algunas veces, o la esperaba, haciendo tiempo (para subir a los colectivos), o divagábamos en alguno de esos cafés de los portales de la Pza. Sn. Martín o de las Galerías Boza. Por esos recovecos de los portales de la Plaza Sn. Martín, muchas veces, aparecía Guillermo Chirinos Cuneo, siempre caminando hacia ninguna parte. Ya dije, solo, azul y triste. Se repetía, era siempre el mismo muchacho que llevaba cierta sonrisa irónica, una mueca de cierto disgusto por las cosas que le rodeaban, un gran aburrimiento, una desilusión muy especial fijada en esos ojos encendidos que le daban un brillo especial. Siempre se le veía en realidad inmutable: abrumado. Yo fastidiaba a Brunella diciéndole: “Creo que ese poeta también está enamorado de ti”. Brunella no decía nunca nada ante mis locas ocurrencias, musa hipnal, solo sonreía. Se veía que le tenía simpatía a Guillermo (¡Ojos de caballo loco!, exclamaba), tal vez por su impecable soledad, y no era para menos, y también porque se conocían del barrio, de un tiempo atrás, Brunella vivía unas casas más abajo del barrio actual de “Pepe” Chirinos Cuneo.

"Pepe" Chirinos Cuneo, hermano del poeta (Foto: Armando Arteaga)

Una inesperada tarde. Brunella me presentó a Pepe (“El Gordo”) Chirinos, en la calle más loca de los limeños de entonces, en La Colmena. Al costado del estupendo Teatro Colón diseñado por Claudio Sahut. Otro muchacho de La Punta..., era el hermano menor del poeta Guillermo Chirinos Cuneo, muy parecido a él, allí estaba la cara, la pinta. Solo que más kantiano, aunque siempre callado. Pepe “El Gordo” Chirinos hizo una gran amistad conmigo, siempre estaba dispuesto para acompañarte a cualquier lugar, para realizar los acontecimientos más inesperados. A veces nos metíamos al cine, para matar las tardes, trotábamos al Le Paris para ver la última de Claude Lelouch, vimos todas las que llegaban de Lelouch: “Vivre pour vivre” y “Un Homme et une Femme”, o nos metíamos al Bijou donde nos soplamos -todas las tardes de un mes de octubre- un festival de cine soviético, y después vino el siguiente festival de cine yugoslavo, no nos perdimos ni el festival albanés, que fue recontra “gevy”, malazazazo..., disparatado y metálico.



Brunella murió en un accidente aéreo, y esa desgracia fue casi imposible de soportar. Fue mi peor “dolor” sartreano, el más excéntrico de aquella temporada, una herida narcisista que jamás se cerró. Fue un bautizo hebefrénico que me dejó la impronta de cierta identificación con lo marginal y la compulsión nosológica para estudiar la cognición de la realidad.

Y “Pepe” Chirinos, aunque callado, era divertido. La pasábamos muy bien. Nos sentábamos -horas de horas- para conversar en cualquier mesa del café Versalles, o en el Goyescas, o en el Viena, o en el Dominó. Salíamos a vagar por la ciudad de nuestras madrigueras que eran las conocidas mesas de estos cafés de los portales. Nos metíamos en aquella librería francesa del portal de la Pza. Sn. Martín (al costado del Versalles), a hojear, o a hurtar (o a “expropiar”, decía “Pepe” Chirinos, quién usaba el termino velasquista), o para agitar la adrenalina: birlar algún libro de poesía francesa, que allí los vendían muy baratos: Rimbaud, Mallarmé, Baudelaire, Prosper Merimee, Gérard de Nerval, Bretón, Prévert, Jules Supervielle, Aragón, Maupassant, Soupault, Sartre, Camus, Eluard, todos estaban allí, le livre de poche.

Fue a través de “Pepe” Chirinos que llegue con más frecuencia a su hermano Guillermo. Siempre me traía alguna mala noticia. ¡Enfermó!. ¡Lo habían metido en la clínica San Martín, o en la San Isidro. Cada vez que empeoraba, era más difícil la comunicación con él. Pepe se quedaba callado y no hablaba más. Había que sacarle las palabras en horas de conversación sobre otros temas. ¡Está escribiendo!. ¡No recibe visitas!. Así era de lacónico el “Gordo” Pepe. Para no malograr nuestra relación de amigos, por elegancia, ya casi ni le preguntaba sobre la vida de Guillermo, que a todos nos preocupaba y nos atormentaba. Pero que ya nunca más pudo ser tema de nuestra cotidiana conversación. Solo cuando Pepe quería hablaba de Guillermo. Y así fue que aceptamos, con dolor extraño, nuestro compromiso fraterno, cuando indagábamos acerca de la salud del poeta Chirinos Cuneo.

Siempre fue difícil la comunicación con el poeta Guillermo Chirinos Cuneo. A pesar de esta distancia, siempre pude entenderme con él, a pesar de ese destino fronterizo y esquizofrénico que limitaba cualquier entendimiento normal, que siempre impedía o malograba la comprensión total. Que nos volvía a todos incomprensibles y alborotados. Pero Guillermo era un tipo brillante, controvertido, y veces se deprimía mucho. Por un buen tiempo no supe nada de él. Me enteré que la pasaba mal en la clínica de San Isidro, y que mantenía la costumbre de seguir escribiendo poemas, escribía mucho -Pepe recuerda; más de un millar de poemas-, que el doctor-psiquiatra que lo atendía no aceptaba visitas, salvo la visita de algunos familiares.

Fue un día casual y cualquiera. Conseguí su libro “Idiota del Apocalipsis” (que lo había editado la madre de Guillermo, la señora Aída Cuneo Navach , y quien asumía su omnipresente figura personal con un sello editor), que se exhibía discretamente en una de las vitrinas principales de la Librería Internacional que estaba en la primera cuadra del Jr. de la Unión, con una bellísima carátula presuntamente dibujada por Guillermo (según me a confesado recientemente Pepe, y que la familia guarda y conserva otras tres pinturas): unos caballos de buen trazo negro y pintados de rojo bermellón, que se desbordaban sobre un fondo blanco.

Los poemas de Guillermo Chirinos Cuneo eran extraordinarios, parecían las visiones de Rimbaud, venían de un poseso para la poesía, eran sus temporadas en un infierno, muy cerca de nuestro carácter limeño: llenos de imágenes fuertes, discordantes, invadidas de una belleza excepcional. El poeta Guillermo Chirinos Cuneo es uno de los más representativos poetas de la Generación del 60: al mismo nivel de Luís Hernández Camarero, Juan Ojeda, Hernando Núñez Carvallo, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos y Mirko Lauer.

Guillermo Chirinos Cuneo nació el Callao (La Punta) 02-03-1946 y falleció en Lima (San José) el 31- 09-1999. Su familia conserva una foto en blanco y negro de Guillermo a los 20 años en la Pza. Sn. Martín con el poeta argentino Marcelo Pichon- Revierre.

Guillermo Chirinos Cuneo publicó en 1967 “Idiota del Apocalipsis”, una plaquette de ocho poemas: Poema rojo en la ciudad, Muñecos, Gatos nocturnos, Otoño, El sismo, El derrumbe, Cenicienta, e Idiota del Apocalipsis. . Pero escribió muchos libros durante recibía tratamiento psiquiátrico en la Clínica Sn. Isidro: “Infiernos y cielos” (1962), “Rojos y Nocturnos” (1964), “Celestes y oscuros” (1966), “Eneas XX” (1985) y “Guerrero del Arco Iris” (1990) (copia del libro que conservo y que me fue entregada por el mismo Guillermo Chirinos en una visita que le hiciéramos con Josémari Ricalde a su casa de San José, cuando este era bachiller, antes de su viaje a España, y en honor a que el poeta Josémari quería realizar su tesis universitaria sobre la poesía de Guillermo Chirinos Cuneo. Algunos poemas de Chirinos Cuneo se han publicado o vueltos a publicar en las revistas Piélago, Alpha, Auki y Hueso Humero, así como en la “Imagen de la literatura peruana actual” de Julio Ortega.

Estas son apenas, algunas de mis pobres imágenes excertas, llenas de recuerdos vanos, de aquel gran poeta peruano Guillermo Chirinos Cuneo, de la Generación del 60, y por èl tengo un sentimiento de renombrado aprecio.


POEMAS DE GUILLERMO CHIRINOS CUNEO

POEMA ROJO EN LA CIUDAD

En faro y mar y viento inacabables.
Mujer de sal y paja y viento cálido
De poseer tu trompa alada en el instante.
Ah, sería alto una sed... de apache insomne!

Mujer de arroz y paja y musgo suave,
en coral de luna ortiva y nebulosa,
en crepúsculo azul y pálido,
mujer de anís y olor de alondra...
Ah, sería alto morder tu rosa esfera!

Sed de arrancar la hierba boca entre tus piernas,
de poseer tu cuerpo en yeso y en pecado.
Oh piel roja de arcos tibios y en campanas!
Ah, sería alto un cáliz golfo entre las rosas!

Mujer de hastío y paja y cal y escama.
Ebria y sed terrena de candidez y virgen.
Pescadora de remos blancos en un bote violento.
Ah, sería alto morder el mundo en tu mundo!.


OTOÑO


En un amplio parque blanco de Lima.
Yo mordía la boca de las rosas moribundas.
Mientras un flaco perro corredor, tronaba
Mi humedad, mi roja humedad, palidecida.

Era otoño, neblina...
Y las ramas parecían hierros vidriosos
sobre blancos malecones derruidos.
Y las hojas en otoño parecían
viejas flacas de papel antiguo.
Era un pálido ahogado
en turbias aguas verdes, desteñidas.
Era otoño como una biblia floja
en rosados cartones zozobrantes.

Era otoño en Lima.
Y yo, moría...
Ebrio caía entre las rosas caídas de semen, podridas.
Mientras un ciego hermoso corriendo
daba gritos cincelados, neblina.
Otoño, su limosna.
Y desnudo un hollín aullaba entre las sombras.

Era otoño a las seis de la mañana.
Llovía.
Y las rosas moribundas hacia el grito,
pudriéndose mataban.
Era otoño en el alba. Las seis, abril.
Era otoño en la muerte.
Era Lima aterrida de otoño bajo azules vómitos de nieve-


EL SISMO

Oh cerebro nervio, espectro y aterrante,
vomitas rojos rudos y azules luciferes!
Oh carne de temblor cerebral...!
Oh araña de sol en las paredes del polen!
Grita un niño enfermo, pávido,
la bruja ebria de lotos venenosos viene.
(Trotante noche embolia sobre un pulpo de hojas azules).
Una luz de horror en las sombras de estío.
Espectro bohemio en el cisne, es la nieve nocturna,
rosa pálida en la luz.

Oh cerebro, oh cerebro inextricable
oh círculo de ondas rojas y truenos en la noche!
Alegría! Oh alegría del ogro musgo en el cielo!
Tractores. Lenguas sangrientas en cauces parlantes.
Alaridos de los gnomos nemorosos, ringleteantes.
Oh nudo de cables, Ferrocarriles, ferrocarriles...!
Oh alambres rojos y violentos en la cárcel zurda de los
cerebros aterridos! Tranvía deshilachado en metales blancos,
Pálido, loco, oh loco! Moho perverso, enclenque, derrumbado.
Un lirio enrojecido en los ojos.
Oh fierros torcidos y fornicadores con una rosa negra y erecta
en el vientre fiero!

Grita un niño enfermo y las telas de calor, vibran.
El cerebro estallado con sus ojos violeta,
contempla –erizo y tromba áurea- el cráter de la luna negra.


(De “Idiota del Apocalipsis”)


CAIRO


El lirio de los delirios a quien alimente de sol mis pesadillas.
En el ojo del pez, la suave herida.
Cairo,
amarillo como las pústulas del loco
te solazas con el veneno bíblico de la ciencia.
Buscad en el fondo casposo de los recuerdos;
ha llegado el pánico.

Sapiencias lejanas,
destartalado tiempo de lágrimas,
transferencias psicológicas.
La cábala,
El número exacto de mi proyección somática.

Moriré
para que mi alma no recuerde;
ante quien descubrir las cicatrices del miedo,
mis estáticas señales,
mi mente vieja de corazón virgen.

Moría una nube. Nacía una estrella.
Pausa. Podredumbre.
La noche hastiada sobre la muerte del destino.
Cairo, tu simiente de espuma,
tu faz de diurna asechanza,
todo tu ser de cristal
seduce mi curioso delirio.

Escribí versos hermosos.
En estado de arte, pinté mi máscara
Y sus ojos sin luz.

Moriré,
para que mi alma no recuerde.
Moriré,
para que mis recuerdos lloren la vacuidad.

Conozco el arquetipo del sueño.
Conozco que el príncipe de los delirios
redime mi suave muerte.
Conozco el amor de la leyenda.
Y las capacidades donde acaba la moral.

Iluso espejo o espejismo,
Cairo,
Herido hermano de la nieve
de las almendras de nata,
te requiero.

Viví en el futuro
Luego en el pasado.
¿De qué oquedales nacer,
si en este mundo se puede morir mil veces?.

(Inédito de “Guerrero del Arco iris”)


Miércoles 6 de junio de 2007.

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