viernes, 13 de febrero de 2009

AREQUIPA OTRA VEZ, Y OTRA VEZ MÁS CON SUS POETAS


AREQUIPA OTRA VEZ, Y UNA VEZ MÀS CON SUS POETAS

En estos días caminar por las calles de Arequipa sigue siendo un sorprendente espectáculo, no solo por el sol brillante que contrasta con los muros de las casonas de “sillar” del Centro Histórico, bajar o subir por Yanahuara, insistir por las callejas del Barrio San Lázaro, es ver una ciudad proteica, con fuerza, pero también con nuevos problemas: la presión de la migración puneña y la proliferación de vehículos a todo dar, le van cambiando su perfil urbano. En estos días animan el quehacer cotidiano de los arequipeños la huelga de los microbuses vs. la terquedad del alcalde de hacer cumplir la ley. Lo cierto es que el vehiculo va imponiendo su dictadura sobre el peatón urbano. Entré a la librería del Centro Cultural de la Universidad San Agustín, y qué sorpresa: encontrar al poeta Misael Ramos, y acordarme de su poema “Cinestesia”, de los tiempos de la revista“Omnibus” y de “Macho Cabrio”. Le pregunto: …y, ¿Alonso Ruiz Rosas?: en Paris, ¿Oswaldo Chanove?: en Estados Unidos. Los amigos de mi época, también, se han largado de Arequipa. ¿Qué pasó? No lo sé. Sigo mi ruta de vagancia por Arequipa: la tierra de Guillermo Mercado, de César Atahualpa Rodríguez y de Francisco Mostajo; de los poetas: Alberto Hidalgo, José Ruiz Rosas, y Walter Márquez; en fin, me lleno de recuerdos. Hace tiempo que no volvía a Arequipa, la del elucubrado paisaje que habla Teodoro Núñez Ureta, sigue preciosa y reconforte esta ciudad. Miro hacia la esquina más cercana, un puesto de periódicos, me compro “El Búho”, semanario del sur: política y cultura. Otra vez la nostalgia, encuentro este hermoso artículo entre la literatura y el cine de Oswaldo Chanove y dos estupendos poemas de Jimmy Marroquín, que por ahora comparto con ustedes desde esta “Terra Ígnea”, aunque con Jimmy siempre me encuentro por el Queirolo en Lima. (A.A.).

El humeante plato de sopa
oswaldo chanove
Arequipa Perú 1953





En los años ochenta el cine club de la Alianza Francesa de Arequipa era una pequeña habitación con sillas de dura madera. El proyector de 16 mm era un bicho asmático y vibrante que requería de un ocasional manazo en medio de las tinieblas. Y nosotros, los amantes del cine, permanecíamos en estado de delectación incluso cuando la cinta reiteraba la misma imagen hasta revelar un monstruo burbujeante (sobre el écran apoyado contra el sillar).

Eran años heroicos. Las melancólicas sesiones en el cine club resultaba la única manera de ver algo diferente. Y fue allí, fumando insólitamente un cigarrillo, donde admiré la famosa carrera en el Louvre de los chicos de Bande à part. Fue allí también donde amé con perversa pasión a la Brigitte (tan insoportablemente bella), y fue allí donde me puse al día con material de la pandilla de la Nouvelle Vague: Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol, y, el genial Jacques Rivette.

Siempre iba buscando algo específico, pero una noche tormentosa pasé por el añejo local de la calle Santa Catalina sin nada en la cabeza. Vi que anunciaban una película que no me decía nada, que no era de ninguno de los geniecitos tan mentados. Pero sintiéndome (esa noche en particular) con ánimo poco constructivo, quizá algo decepcionado del universo, decidí que no tenía ningún otro lugar a donde ir, y me acomodé, mudo, entre el usual y variopinto grupo de parroquianos (jubilados obligados a la tacañería y jovenzuelos sedientos de novedades).

Estaban también, claro, Quintino (¡alabado sea!) y un señor de saco de corduroy (que llevaba eternamente engastada una máscara furiosa). Vi la película con los ojos redondos, listo a pararme al menor signo de tedio o exasperación. Era una historia que se desarrollaba en tiempos en que el sueño de la razón alemana provocó la mayor barbarie de la historia. Se trataba de un pequeño niño judío que era escondido en la casa de un anciano antisemita. Una historia que podía derivar fácilmente en lugares comunes. Pero no. El sencillo argumento fluía con trazo limpio y con una inusual sensibilidad (que encontraba lo entrañable de escenas rutinarias). Recuerdo que salí mudo. Una obra luminosa y benigna se alzaba contra el telón de fondo del horror.

Con el paso de los años, sin embargo, se me olvidó no sólo el nombre del director, sino incluso el título. Pero por razones misteriosas se me quedó grabada una escena –una sola- en la que el viejo toma un humeante plato de sopa ante la atenta mirada del niño. Durante años me mantuve a la caza, preguntando, sin resultado alguno, hasta que felizmente hace un par de días, y a causa de una fervorosa casualidad, me topé por fin con aquella vieja cinta.

Y hoy 13 de enero aquí, en la pradera tejana, leo con sorpresa que El viejo y el niño (1967) fue la autobiográfica opera prima de Claude Berri, una de las figuras claves del cine francés, del que hace algún tiempo ya había visto su faulkneriana Jean de florette (1986). Leo que recientemente produjo Bienvenidos al norte, de Dany Boon, que con más de 20 millones de espectadores en su país es un éxito sin precedentes. Me entero también que el pequeño judío sucumbió ayer a un infarto vascular cerebral. Las cosas aparecen y desaparecen. Siempre, mi querido amigo. Una y otra vez. Como platos de sopa o monstruos burbujeantes.



Jimmy Marroquín (Arequipa, 1970)



MORADA DE LA ESPUMA

Esta es la casa abandonada: cada espacio,
cada objeto, cada cosa
–irreconocibles, ajenos por el inclemente
vigor de la carcoma–
se encaraman e interpelan: claman por su
restitución a cobijo,
a filial y obstinada resonancia,
a su transitiva cotidianeidad más pura;
cada mesa, cada cubierto, cada silla,
ayer partícipes del fervoroso monólogo
de amados rumores disidentes,
yacen, hoy,
inertes,
sumergidos en la caudal irrisión de la polilla;
cada afiche, cada retrato o almanaque,
–y sus fastos de ceniza, y su futilidad evocativa,
y sus espléndidas orquídeas–
incrementan el censo inútil de los hongos y
la historia;
cada risa, cada llanto,
cada suspiro envilecido
o flatulencia vigorosa,
cada grito destemplado,
son hoy pábulo de la corrosión irreductible,
u hojarasca cuya inutilidad espigan
-con vehemente
y apasionada diligencia el
polvo y las hormigas.

Es esta la casa
su astillada puerta,
sus goznes entrañables y su falleba rencorosa,
la ceniza de su otrora tumulto inabarcable,
su espuma ígnea
y su ríspida altivez intolerable,
su zaguán oscuro como un tajo disoluto,
sus paredes balbuceantes y sus agrestes cielorrasos.


DAYANA

¿Qué tejes y destejes entregada
con mudo fervor
a un insoluto ardid,
ajena a la exaltación y al yerro,
a la conflagración de la ceniza,
estratega enfebrecida de tu tedio?:
¿los signos de un fasto calcáreo?,
¿la red de un tiempo que se alza
como cifra hostil
sobre la mansedumbre de tu pelo?,
¿nuestra leñosa piel de viento?
ah tejedora de días
sin huella ni fermento
no hay otro hilo
que el verbo enjuto
de tu miedo
no hay pespunte
ni aguja
sino el ojal
agrietado
de tu encierro
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¿no es acaso, inverosímil Penélope,
la prenda
que tejes y destejes,
con fruición primordial
e inalienable,
la esbelta espuma que nos ciñe
a la persistente desazón
de nuestro retorno
y tu ausencia inimputable?


Arequipa 25/ 01/2009.

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