jueves, 12 de febrero de 2009

LA GENERACIÓN DEL 70/ FERNANDO AMPUERO

LA GENERACION DEL ‘70 (1)

FERNANDO AMPUERO (2).

A fines de los años 60 ocurrió una invasión insospechada: muchachos distraídos, solipsistas, muchos de ellos provincianos, anematizaron la convulsa realidad del país y declararon de su propiedad las flores de los parques, las aceras lluviosas, los inviernos y el derecho al malestar después de entumecerse en oscuros recovecos del centro. Nadie los conocía ni tampoco se conocían entre sí, pero la ciudad se encargó de enfrentarlos, con sus universidades, con sus esquinas de encuentros inesperados, con sus cafetines salpicados de rostros neuróticos y miradas lánguidas. Los que residían en Lima —o los que, de hecho, eran limeños— sabían que un tiempo atrás, en esos cafetines, Allen Ginsberg y William Burroughs, ante la indiferencia de los asiduos parroquianos, habían celebrado cenas frugales.

Los escenarios eran otros. Ya no se visitaba el Negro Negro ni el bar Zela, donde solían refugiarse gente como J.M. Arguedas, Servulo Gutiérrez o Mario Vargas Llosa, o donde se tramaban insólitos concursos de pintura, en quince minutos, en las pistas de baile y se recitaba “El Cuervo” de E. Allan Poe, para luego, agotadas las alternativas de la noche, embarcarse en aquellos vetustos tranvías que pasaban por la Plaza San Martín, remeciendo las entolda­das carretas de friolentos emolienteros. Esta vez se había e1egido el bar Palermo, el Dominó y el restorán Wony, locales que encerraban una tradición más inmediata. Allí en la década del cincuenta, hicieron tertulia J.R. Ríbeyro, Vargas Vicuña, Reynoso, etc., escritores exhaustivamente antologados, junto con otros poetas, cuasiafiliados al surrealismo, ahora achopanados y arrepentidos (aunque en su tiempo, según le leyenda dixi, se arrebataban en los cinemas lanzando fame1icos gatos desde las cazuelas).

Y estos muchachos, pertenecientes a la generación del 70 y a quienes también les placía desparramar los azucareros, no procedieron, en mi opinión, de un modo demasiado diferente, salvo en detalles que corresponden al terreno de la moda. Pero, sin embargo, materializaron una ruptura. Se interesaron sobre todo —acentuando manías llevadas a las artes— por deambular, observar a la gente y oír sus conversaciones, esgrimiendo el lema ya varias veces inventado, convertido en letanía La Poesía Está En La Calle.
Poco a poco, se organizaron grupos. Se fundaron los movimientos Hora Zero, Estación Reunida, Gleba Litera­ria, Los Poetas Mágicos, etc., todos con autores aún inéditos. No hacía mucho que Leonidas Cevallos había reuni­do en un volumen titulado “Los Nuevos” a los poetas Cisneros, Henderson, Hinostroza, Martos, Lauer, y Ortega, como tampoco se veía muy lejano el asesinato del poeta Javier Heraud y del ahora prostituido Ernesto Che Guevara. La situación, como se sabe, era confusa y estos jóvenes se propusieron despejar las brumas. Nos aseguraban que no per­dían tiempo en fabricarse poses, que no se amparaban en la ironía cerebral y mundana; que no ostentaban ninguna clase de escudos, pero de todos modos, cometían negligencias y juicios precipitados. Los nuevos, en cierto modo, descon­tando a los más significativos, se asemejaban a los poetas de Florida, de la Argentina de hace aproximadamente 40 años, y ellos al movimiento de Boedo. Eran jóvenes que, de pronto, se tropezaron con libros, llenos de nuevas formas de versificar. Se totemiso a Dylan Thomas, a Bretón, a Paz, a Corso, a Ferlinghetti y a toda la comparsa de beatnicks esquizos. Pound y Eliot llegarían un buen tiempo después, lo mismo que Cummings, Olson, W.C. Williams. Y esto fue clave. El dila­tado retraso de estas publicaciones (en nuestro medio) los benefició y perjudicó en varios sentidos.
A diferencia de la generación anterior, que gustaba de la poesía anglosajona, pocos poetizaban emociones exquisitas, se­leccionadas con pinzas, propias de la burguesía. Les atraía más la sordidez, el lumpen, los cuartuchos de sus vecinos. Abominaban de la utopía de la fina metafísica demodé, empeñados en instaurar un lirismo distinto, que reclamaba un violento cambio en las estructuras de la sociedad. Se proclamaron re­volucionarios y acusaron y dilapidaron a todos los creadores anteriores
—el playboísmo preciosista de Calvo, los artificios de Bendezú, el alambicado anacronismo de Belli— en el clásico parricidio, excepción hecha de Vallejo, Eguren, Oquendo y Adán —aunque muchos lo ignoraron— pero asumieron, por otra parte una conducta que se oponía a esta actitud. Los miembros de algunos grupos se dejaban crecer los cabellos, polemizaban a la manera de Rimbaud y acababan en prisión por exceso de cer­veza y verbo agresivo, cuando no en clínicas psiquiátricas. Otros, se aficionaron a las drogas y estudiaban a Marx y al budismo Zen, a la revolución cubana y a Bob Dylan, a los anarquistas del XIX y a los Beatles. En resumidas cuentas, ofre­cieron mayor confusión, a la ya existente. No obstante, gra­cias a esa confusión, emergieron algunas figuras que son, a no dudar, la buena poesía joven.

Se debe mencionar, en primer término, a Enrique Verástegui, excelente poeta, el abanderado de la generación y además el primer poeta importante de raza negra en el Perú. Hago hincapié en este factor, porque el ritmo que impone Verástegui a sus poemas, producto de ecos ancestrales, es algo especialísimo e irrepetible. Trabajo vital, crítico, lúcido, depurado, basado en el tratamiento del lenguaje, a la altura de obras tan buenas como la de Hinostroza y Cisneros. Verástegui fue militante de H Z.

Entre los poetas mágicos descolló Cesar Toro, autor de “Mágicas y Mabú el meleno de la guitarra”, cuyo oficio, se dice, es el de carnicero en uno de los mercados de la ciu­dad y Omar Aramayo, poeta bucólico y onírico, buen músico, y quien editó uno de sus primeros libros de poemas, hecho a ma­no, en un microscópico formato de 5cm x 4cm. Los poetas má­gicos acostumbraban, por lo general, reunirse en las playas de Miraflores y Barranco.
Independientes y desertores de grupos, destacaron, a su vez, los poetas J. Cerna, y Elqui Burgos. Solían reunirse en el café Wony, lugar también frecuentado por cineastas, pintores y escultores, editores jóvenes y narradores, compositores de música y jovencitas con cara de sueño, y otros poetas independientes como Marco Mantos (uno de los respon­sables de “Hipócrita Lector”), V. Herrera y N. Castañeda, quien dejó la poesía por la pintura y que, en los albores grupusculares lanzó la revista “Origen”, un solo número, con un cuadrito original para la portada de cada ejemplar. Y tampoco, claro está, no se puede negar el despuntar de Pimentel en “Ave Soul”, horazeriano que prodigó revistas y manifiestos, y perpetró un sonado duelo en poesía con Cisneros en el INC, lo mismo que O. Málaga, A. Sánchez León, Manuel Morales, Watanabe, T. Mora y Armando Arteaga. Todos estos autores, en fin, fomentaron numerosas publicaciones, a menudo de vida efímera y con medios precarios, y se esmeraron en buscar nuevas voces poéticas, cosa que alentó el ventarrón de revistas literarias —La Peca de La Jirafa, Nubetonta, Tallo de Habas, El Prostíbulo, La Tortuga Ecuestre, Auki, etc) motivo de esta nota. Y fueron las ediciones rudimentarias, precisamente, su más resaltante, característica y común denominador. De ellos, se puede decir lo que muchos cineastas, incluyendo a Norman Mailer (novelista y cineasta) opinaron de Andy Warhol: “Después de apreciar los pobres medios técnicos que utilizó Warhol, para hacernos llegar su expresión, todos pueden animarse a hacer cine”. Para los que duden de esta tesis, se­ría bueno recordarles que la posteridad es implacable y no permite que sobreviva lo que no debe sobrevivir.

En esencia, pues, las ventajas que acarreó este rebullir se obvia en obras ya asentadas y en otras por desarrollar. Este fenómeno ha sido y es importante y necesario. Hacer críticas acerca de ello, sin duda, no puede resultar más que superfluo e incomprensible. En las mallas de los lavaderos de oro quedan muchas piedras inservibles, pero de cuando en cuando se rescatan las codiciadas pepitas luminosas. Eso es todo. ¿Y respecto a las nuevas hornadas?. Denso Misterio. Ahora se comenta que estos bates en ciernes evitan departir con el mimo del bar Palermo o con los autores de fábulas so­bre Incas Esotéricos del restorán Wony. Algunos de ellos se han acuartelado en el sofisticado café Haití de Miraflores. Otros, en los jardines de las universidades, donde pululan sectas Maoístas, Trotskystas, Revisionistas, y Guruístas. Otros, más temerarios, más exóticos, en las tenebrosas callejuelas del Barrio Chino o el demolido barrio de La Soledad. Es decir: el hormiguero hormiguea.

(l) Publicado en la revista “La Mosca”, Lima, 1974.

(2)Fernando Ampuero (Lima, 1949) estudió en el Club de Teatro y en la Universidad Católica de Lima. Empezó su carrera literaria en la década de los setentacon la publicación del volumen de cuentos Paren el mundo que acá me bajo (1972). Vivió en las islas Galápagos y en la selva boliviana y brasileña. En 1975 obtuvo una beca de literatura en Budapestdonde escribió la novela Miraflores melody (1979), y a su regreso a Perú, se volcó en el periodismo, tanto en prensa como en televisión. Gato encerrado (1987) recoge una selección de sus crónicas y reportajes. Entre sus obras destacan Malos modales (1994), Bicho raro (1996), Cuentosescogidos (1998) y El enano, historia de una enemistad (2001), novela.

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