viernes, 13 de marzo de 2009

BLANCA VARELA, EL DESGARRADO CANTO DE UNA MUJER/ JUAN CARLOS LÁZARO


Blanca Varela, el desgarrado canto de una mujer
Escribe Juan Carlos Lázaro (*)
Los idus de marzo, con su oscuro manto de tragedia, nos impone la penosa tarea de la necrología. Ayer fue por la partida de un enorme y controvertido prosista como Guillermo Thorndike, hoy es por el adiós de una íntegra e inigualable poeta como Blanca Varela.

Con Blanca Varela, como nunca antes, la voz de la mujer pasó a ocupar el primer plano del proscenio poético peruano. Ubicada literariamente en la brillante Generación del Cincuenta, fue con Jorge Eduardo Eielson, Washington Delgado y Carlos Germán Belli uno de los más ricos manantiales que renovaron la lírica peruana después de la experiencia vanguardista.

Formalmente su poesía sorprende por su gran coherencia interna, hecha más de sugerencias y silencios que de testimonios, reveladora de un temperamento seco, áspero y corrosivo, reflejo y crítica de una vida intensamente dura y difícil. En uno de sus más desgarradores poemas conversa con Simone Weil, la filósofa convertida al cristianismo que hizo dialogar a Cristo con Sócrates.

Y todo debe ser mentira
porque no estoy en el sitio de mi alma.
No me quejo de la buena manera.
La poesía me harta.
Cierro la puerta.
Orino tristemente sobre el mezquino fuego de la gracia.

Pero antes de publicar –algo por lo cual no tenía prisas-, Blanca Varela prefirió echarse a recorrer el mundo. Casada con el pintor Fernando de Szyszlo, ambos viajaron en 1949 a París donde, de la mano de Octavio Paz, conocieron a André Bretón, Jean Paúl Sartre, Simone de Beauvoir, Henry Michaux, Rufino Tamayo, Carlos Martínez Rivas, Ferdinand Léger, etc. Esta experiencia la vincularía directamente con la parte más crítica, lúcida y creadora del arte, la literatura y el pensamiento occidental de la posguerra, decisiva en la elaboración de su poesía.


“No creíamos en el arte –recordaría tiempo después Octavio Paz-. Pero creíamos en la eficacia de la palabra, en el poder del signo… Escribir era defenderse, defender la vida. La poesía era un acto de legítima defensa… Había trampas en todas las esquinas. La trampa del éxito, la del arte comprometido, la de la falsa pureza. El grito, la prédica, el silencio: tres deserciones. Contra los tres, el canto. En aquellos días todos cantamos. Y entre esos cantos, el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela. El más secreto y tímido, el más natural”.

Nacida en Puerto Supe en 1926, el paisaje costeño con sus extensos y enigmáticos desiertos y el mar con su voz de lejanías e insondables misterios, marcaría su poesía desde su primer libro, Ese puerto existe, publicado recién en 1959, cuando la autora ya había pasado los treinta años. Cuando en 1971 publicó su tercer libro, Valses y otras falsas confesiones, Blanca Varela no era aún un referente en la poesía peruana. La parquedad de la crítica sobre este valioso poemario es elocuente al respecto. Pero así es nuestra crítica local: ciega, estúpida y perversa, hija de Clemente Palma antes que de Mariátegui.

Lo que fueron acaso sus confesiones más íntimas se las hizo a la también poeta Rosina Valcárcel en una entrevista que se publicó en la edición de diciembre de 1996 de la revista La casa de cartón. Entonces declaró que no le gustaba su propia poesía, que no creía en el éxito, que se consideraba una mujer muy valiente, que jamás se había sentido inferior a un hombre, que le hubiera gustado ser músico y que –despojada de cualquier añoranza- estaba conforme con el tiempo que le había tocado vivir.

Para Blanca Varela la poesía era un trabajo que reclamaba mucho esfuerzo y, consciente de esto, arremetía contra la falsa imagen que pinta al poeta como un bohemio, un borrachito, alguien que no sirve para nada. “El poeta no es eso –le dijo a Rosina Valcárcel-. Es un ser humano como cualquier otro que además canta y sueña un poco, que tiene un hogar donde se retira y donde habla de otro modo, pero no es diferente a los demás. Trabaja ferozmente y puede ganarse su pan de todos los días”.

Blanca Varela, como todos los verdaderos poetas, trabajó mucho en su poesía. Lo hizo sin estridentismo, sin adoptar poses estúpidas para llamar la atención, sin prisas publicitarias. Era una mujer sola que amaba y cultivaba su soledad. Ahora sus ojos se han cerrado. Pero en su sueño eterno seguirá cantando el mar.

Aquí en la costa tengo raíces,
manos imperfectas,
un lecho ardiente en donde lloro a solas.

(*) Director de Ediciones Sol & Niebla.

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